Almuerzo en el Centro de Estudios de Sumaré, sábado 27 de julio.
Queridos hermanos
¡Qué bueno y hermoso encontrarme aquí con ustedes, obispos de Brasil!
Gracias por haber venido, y permítanme que les hable como amigos; por eso
prefiero hablarles en español, para poder expresar mejor lo que llevo en el
corazón. Les pido disculpas. Estamos reunidos aquí, un poco apartados, en este
lugar preparado por nuestro hermano Mons. Orani, para estar solos y poder hablar
de corazón a corazón, como pastores a los que Dios ha confiado su rebaño.
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Foto: AFP |
En las calles de Río, jóvenes de todo el mundo y muchas otras multitudes nos
esperan, necesitados de ser alcanzados por la mirada misericordiosa de Cristo,
el Buen Pastor, al que estamos llamados a hacer presente. Gustemos, pues, este
momento de descanso, de compartir, de verdadera fraternidad. Deseo abrazar a
todos y a cada uno, comenzando por el Presidente de la Conferencia Episcopal y
el Arzobispo de Río de Janeiro, y especialmente a los obispos eméritos.
Más que un discurso formal, quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones.
La primera me ha venido a la mente cuando he visitado el santuario de Aparecida.
Allí, a los pies de la imagen de la Inmaculada Concepción, he rezado por
ustedes, por sus Iglesias, por los sacerdotes, religiosos y religiosas, por los
seminaristas, por los laicos y sus familias y, en particular, por los jóvenes y
los ancianos; ambos son la esperanza de un pueblo: los jóvenes, porque llevan la
fuerza, la ilusión, la esperanza del futuro; los ancianos, porque son la
memoria, la sabiduría de un pueblo.
1. Aparecida: clave de lectura para la misión de la Iglesia
En Aparecida, Dios ha ofrecido su propia Madre al Brasil. Pero Dios ha dado
también en Aparecida una lección sobre sí mismo, sobre su forma de ser y de
actuar. Una lección de esa humildad que pertenece a Dios como un rasgo esencial,
está en el ADN de Dios. En Aparecida hay algo perenne que aprender sobre Dios y
sobre la Iglesia; una enseñanza que ni la Iglesia en Brasil, ni Brasil mismo
deben olvidar. En el origen del evento de Aparecida está la búsqueda de unos
pobres pescadores. Mucha hambre y pocos recursos. La gente siempre necesita pan.
Los hombres comienzan siempre por sus necesidades, también hoy. Tienen una barca
frágil, inadecuada; tienen redes viejas, tal vez también deterioradas,
insuficientes. En primer lugar aparece el esfuerzo, quizás el cansancio de la
pesca, y, sin embargo, el resultado es escaso: un revés, un fracaso. A pesar del
sacrificio, las redes están vacías.
Después, cuando Dios quiere, él mismo aparece en su misterio. Las aguas son
profundas y, sin embargo, siempre esconden la posibilidad de Dios; y él llegó
por sorpresa, tal vez cuando ya no se le esperaba. Siempre se pone a prueba la
paciencia de los que le esperan. Y Dios llegó de un modo nuevo, porque siempre
puede reinventarse: una imagen de frágil arcilla, ennegrecida por las aguas del
río, y también envejecida por el tiempo.
Dios aparece siempre con aspecto de pequeñez. Así apareció entonces la imagen de
la Inmaculada Concepción. Primero el cuerpo, luego la cabeza, después cuerpo y
cabeza juntos: unidad. Lo que estaba separado recobra la unidad. El Brasil
colonial estaba dividido por el vergonzoso muro de la esclavitud.
La Virgen de Aparecida se presenta con el rostro negro, primero dividida y
después unida en manos de los pescadores. Hay una enseñanza perenne que Dios
quiere ofrecer. Su belleza reflejada en la Madre, concebida sin pecado original,
emerge de la oscuridad del río. En Aparecida, desde el principio, Dios nos da un
mensaje de recomposición de lo que está separado, de reunión de lo que está
dividido. Los muros, barrancos y distancias, que también hoy existen, están
destinados a desaparecer. La Iglesia no puede desatender esta lección: ser
instrumento de reconciliación. Los pescadores no desprecian el misterio
encontrado en el río, aun cuando es un misterio que aparece incompleto. No tiran
las partes del misterio. Esperan la plenitud. Y esta no tarda en llegar. Hay
algo sabio que hemos de aprender. Hay piezas de un misterio, como teselas de un
mosaico, que encontramos y vemos. Nosotros queremos ver el todo con demasiada
prisa, mientras que Dios se hace ver poco a poco. También la Iglesia debe
aprender esta espera. Después, los pescadores llevan a casa el misterio. La
gente sencilla siempre tiene espacio para albergar el misterio.
Tal vez hemos reducido nuestro hablar del misterio a una explicación racional;
pero en la gente, el misterio entra por el corazón. En la casa de los pobres,
Dios siempre encuentra sitio. Los pescadores agasajan: arropan el misterio de la
Virgen que han pescado, como si tuviera frío y necesitara calor. Dios pide que
se le resguarde en la parte más cálida de nosotros mismos: el corazón. Después
será Dios quien irradie el calor que necesitamos, pero primero entra con la
astucia de quien mendiga. Los pescadores cubren el misterio de la Virgen con el
pobre manto de su fe. Llaman a los vecinos para que vean la belleza encontrada,
se reúnen en torno a ella, cuentan sus penas en su presencia y le encomiendan
sus preocupaciones. Hacen posible así que las intenciones de Dios se realicen:
una gracia, y luego otra; una gracia que abre a otra; una gracia que prepara a
otra. Dios va desplegando gradualmente la humildad misteriosa de su fuerza. Hay
mucho que aprender de esta actitud de los pescadores. Una Iglesia que da espacio
al misterio de Dios; una Iglesia que alberga en sí misma este misterio, de
manera que pueda maravillar a la gente, atraerla. Solo la belleza de Dios puede
atraer. El camino de Dios es el de la atracción, la fascinación. A Dios, uno se
lo lleva a casa. Él despierta en el hombre el deseo de tenerlo en su propia
vida, en su propio hogar, en el propio corazón. Él despierta en nosotros el
deseo de llamar a los vecinos para dar a conocer su belleza. La misión nace
precisamente de este hechizo divino, de este estupor del encuentro. Hablamos de
la misión, de Iglesia misionera. Pienso en los pescadores que llaman a sus
vecinos para que vean el misterio de la Virgen. Sin la sencillez de su actitud,
nuestra misión está condenada al fracaso. La Iglesia siempre tiene necesidad
apremiante de no olvidar la lección de Aparecida, no la puede desatender.
Las redes de la Iglesia son frágiles, quizás remendadas; la barca de la Iglesia
no tiene la potencia de los grandes transatlánticos que surcan los océanos. Y,
sin embargo, Dios quiere manifestarse precisamente a través de nuestros medios,
medios pobres, porque es siempre él quien actúa.
Queridos hermanos, el resultado del trabajo pastoral no se basa en la riqueza de
los recursos, sino en la creatividad del amor. Ciertamente, es necesaria la
tenacidad, el esfuerzo, el trabajo, la planificación, la organización, pero hay
que saber ante todo que la fuerza de la Iglesia no reside en sí misma, sino que
está escondida en las aguas profundas de Dios, en las que ella está llamada a
echar las redes. Otra lección que la Iglesia ha de recordar siempre es que no
puede alejarse de la sencillez, de lo contrario olvida el lenguaje del misterio,
y no sólo se queda fuera, a las puertas del misterio, sino que ni siquiera
consigue entrar en aquellos que pretenden de la Iglesia lo no pueden darse por
sí mismos, es decir, Dios mismo. A veces perdemos a quienes no nos entienden
porque hemos olvidado la sencillez, importando de fuera también una racionalidad
ajena a nuestra gente.
Sin la gramática de la simplicidad, la Iglesia se ve privada de las condiciones
que hacen posible “pescar” a Dios en las aguas profundas de su misterio. Una
última anotación: Aparecida se hizo presente en un cruce de caminos. La vía que
unía Río de Janeiro, la capital, con San Pablo, la provincia emprendedora que
estaba naciendo, y Minas Gerais, las minas tan codiciadas por la Cortes
europeas: una encrucijada del Brasil colonial. Dios aparece en los cruces. La
Iglesia en Brasil no puede olvidar esta vocación inscrita en ella desde su
primer aliento: ser capaz de sístole y diástole, de recoger y difundir.
2. Aprecio por la trayectoria de la Iglesia en Brasil. Los obispos de Roma han
llevado siempre en su corazón a Brasil y a su Iglesia. Se ha logrado un
maravilloso recorrido. De 12 diócesis durante el Concilio Vaticano I a las
actuales 275 circunscripciones. No ha sido la expansión de un aparato o de una
empresa, sino más bien el dinamismo de los “cinco panes y dos peces”
evangélicos, que, en contacto con la bondad del Padre, en manos encallecidas han
sido fecundos. Hoy deseo reconocer el trabajo sin reservas de ustedes, Pastores,
en sus Iglesias. Pienso en los obispos que están en la selva, subiendo y bajando
por los ríos, en las zonas semiáridas, en el Pantanal, en la pampa, en las
junglas urbanas de las megalópolis. Amen siempre con una dedicación total a su
grey. Pero pienso también en tantos nombres y tantos rostros que han dejado una
huella indeleble en el camino de la Iglesia en Brasil, haciendo palpable la gran
bondad de Dios para con esta Iglesia. Los obispos de Roma siempre han estado
cerca; han seguido, animado, acompañado. En las últimas décadas, el beato Juan
XXIII invitó con insistencia a los obispos brasileños a preparar su primer plan
pastoral y, desde entonces, se ha desarrollado una verdadera tradición pastoral
en Brasil, logrando que la Iglesia no fuera un trasatlántico a la deriva, sino
que tuviera siempre una brújula.
El Siervo de Dios Pablo VI, además de alentar la recepción del Concilio Vaticano
II con fidelidad, pero también con rasgos originales (cf. Asamblea General del
CELAM en Medellín), influyó decisivamente en la autoconciencia de la Iglesia en
Brasil mediante el Sínodo sobre la evangelización y el texto fundamental de
referencia, que sigue siendo la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi. El
beato Juan Pablo II visitó Brasil en tres ocasiones, recorriéndolo “de cabo a
rabo”, de norte a sur, insistiendo en la misión pastoral de la Iglesia, en la
comunión y la participación, en la preparación del Gran Jubileo, en la nueva
evangelización. Benedicto XVI eligió Aparecida para celebrar la V Asamblea
General del CELAM, y esto ha dejado una huella profunda en la Iglesia de todo el
continente. La Iglesia en Brasil ha recibido y aplicado con originalidad el
Concilio Vaticano II y el camino recorrido, aunque ha debido superar algunas
enfermedades infantiles, ha llevado gradualmente a una Iglesia más madura,
generosa y misionera. Hoy nos encontramos en un nuevo momento. Como ha expresado
bien el Documento de Aparecida, no es una época de cambios, sino un cambio de
época. Entonces, también hoy es urgente preguntarse: ¿Qué nos pide Dios?
Quisiera intentar ofrecer algunas líneas de respuesta a esta pregunta.
3. El icono de Emaús como clave de lectura del presente y del futuro.
Ante todo, no hemos de ceder al miedo del que hablaba el beato John Henry Newman:
“El mundo cristiano se está haciendo estéril, y se agota como una tierra
sobreexplotada, que se convierte en arena”. No hay que ceder al desencanto, al
desánimo, a las lamentaciones. Hemos trabajado mucho, y a veces nos parece que
hemos fracasado, como quien debe hacer balance de una temporada ya perdida,
viendo a quienes se han marchado o ya no nos consideran creíbles, relevantes.
Releamos una vez más el episodio de Emaús desde este punto de vista (Lc 24,
13-15). Los dos discípulos huyen de Jerusalén. Se alejan de la “desnudez” de
Dios. Están escandalizados por el fracaso del Mesías en quien habían esperado y
que ahora aparece irremediablemente derrotado, humillado, incluso después del
tercer día (vv. 24,17-21). Es el misterio difícil de quien abandona la Iglesia;
de aquellos que, tras haberse dejado seducir por otras propuestas, creen que la
Iglesia —su Jerusalén— ya no puede ofrecer algo significativo e importante. Y,
entonces, van solos por el camino con su propia desilusión.
Tal vez la Iglesia se ha mostrado demasiado débil, demasiado lejana de sus
necesidades, demasiado pobre para responder a sus inquietudes, demasiado fría
para con ellos, demasiado autorreferencial, prisionera de su propio lenguaje
rígido; tal vez el mundo parece haber convertido a la Iglesia en una reliquia
del pasado, insuficiente para las nuevas cuestiones; quizás la Iglesia tenía
respuestas para la infancia del hombre, pero no para su edad adulta. El hecho es
que actualmente hay muchos como los dos discípulos de Emaús; no solo los que
buscan respuestas en los nuevos y difusos grupos religiosos, sino también
aquellos que parecen vivir ya sin Dios, tanto en la teoría como en la práctica.
Ante esta situación, ¿qué hacer?
Hace falta una Iglesia que no tenga miedo a entrar en su noche. Necesitamos una
Iglesia capaz de encontrarse en su camino. Necesitamos una Iglesia capaz de
entrar en su conversación. Necesitamos una Iglesia que sepa dialogar con
aquellos discípulos que, huyendo de Jerusalén, vagan sin una meta, solos, con su
propio desencanto, con la decepción de un cristianismo considerado ya estéril,
infecundo, impotente para generar sentido. La globalización implacable, la
urbanización a menudo salvaje, prometían mucho. Así que muchos se han enamorado
de las posibilidades de la globalización, y en ella hay algo realmente positivo.
Pero muchos olvidan el lado oscuro: la confusión del sentido de la vida, la
desintegración personal, la pérdida de la experiencia de pertenecer a un
cualquier “nido”, la violencia sutil pero implacable, la ruptura interior y las
fracturas en las familias, la soledad y el abandono, las divisiones y la
incapacidad de amar, de perdonar, de comprender, el veneno interior que hace de
la vida un infierno, la necesidad de ternura por sentirse tan inadecuados e
infelices, los intentos fallidos de encontrar respuestas en la droga, el
alcohol, el sexo, convertidos en otras tantas prisiones. Y muchos han buscado
atajos, porque la “medida” de la gran Iglesia parece demasiado alta.
Muchos han pensado: la idea del hombre es demasiado grande para mí, el ideal de
vida que propone está fuera de mis posibilidades, la meta a perseguir es
inalcanzable, lejos de mi alcance. Sin embargo —siguen pensando—, no puedo vivir
sin tener al menos algo, aunque sea una caricatura, de eso que es demasiado alto
para mí, de lo que no me puedo permitir. Con la desilusión en el corazón, han
ido en busca de alguien que les ilusione de nuevo. La gran sensación de abandono
y soledad, de no pertenecerse ni siquiera a sí mismos, que surge a menudo en
esta situación, es demasiado dolorosa para acallarla. Hace falta un desahogo y,
entonces, queda la vía del lamento: ¿Cómo hemos podido llegar hasta este punto?
Pero incluso el lamento se convierte a su vez en un boomerang que vuelve y
termina por aumentar la infelicidad. Hay pocos que todavía saben escuchar el
dolor; al menos, hay que anestesiarlo. Hoy hace falta una Iglesia capaz de
acompañar, de ir más allá del mero escuchar; una Iglesia que acompañe en el
camino poniéndose en marcha con la gente; una Iglesia que pueda descifrar esa
noche que entraña la fuga de Jerusalén de tantos hermanos y hermanas; una
Iglesia que se dé cuenta de que las razones por las que hay quien se aleja,
contienen ya en sí mismas también los motivos para un posible retorno, pero es
necesario saber leer el todo con valentía.
Quisiera que hoy nos preguntáramos todos: ¿Somos aún una Iglesia capaz de
inflamar el corazón? ¿Una Iglesia que pueda hacer volver a Jerusalén? ¿De
acompañar a casa? En Jerusalén residen nuestras fuentes: Escritura, catequesis,
sacramentos, comunidad, la amistad del Señor, María y los Apóstoles… ¿Somos
capaces todavía de presentar estas fuentes, de modo que se despierte la
fascinación por su belleza? Muchos se han ido porque se les ha prometido algo
más alto, algo más fuerte, algo más veloz. Pero, ¿hay algo más alto que el amor
revelado en Jerusalén? Nada es más alto que el abajamiento de la cruz, porque
allí se alcanza verdaderamente la altura del amor. ¿Somos aún capaces de mostrar
esta verdad a quienes piensan que la verdadera altura de la vida esté en otra
parte? ¿Alguien conoce algo de más fuerte que el poder escondido en la
fragilidad del amor, de la bondad, de la verdad, de la belleza?
La búsqueda de lo que cada vez es más veloz atrae al hombre de hoy: internet
veloz, coches y aviones rápidos, relaciones inmediatas… Y, sin embargo, se nota
una necesidad desesperada de calma, diría de lentitud. La Iglesia, ¿sabe todavía
ser lenta: en el tiempo, para escuchar, en la paciencia, para reparar y
reconstruir? ¿O acaso también la Iglesia se ve arrastrada por el frenesí de la
eficiencia? Recuperemos, queridos hermanos, la calma de saber ajustar el paso a
las posibilidades de los peregrinos, al ritmo de su caminar, la capacidad de
estar siempre cerca para que puedan abrir un resquicio en el desencanto que hay
en su corazón, y así poder entrar en él. Quieren olvidarse de Jerusalén, donde
están sus fuentes, pero terminan por sentirse sedientos.
Hace falta una Iglesia capaz de acompañar también hoy el retorno a Jerusalén.
Una Iglesia que pueda hacer redescubrir las cosas gloriosas y gozosas que se
dicen en Jerusalén, de hacer entender que ella es mi Madre, nuestra Madre, y que
no están huérfanos. En ella hemos nacido. ¿Dónde está nuestra Jerusalén, donde
hemos nacido? En el bautismo, en el primer encuentro de amor, en la llamada, en
la vocación. Se necesita una Iglesia que también hoy pueda devolver la
ciudadanía a tantos de sus hijos que caminan como en un éxodo.
4. Los desafíos de la Iglesia en Brasil.
A la luz de lo dicho, quisiera señalar algunos desafíos de la amada Iglesia en
Brasil. La prioridad de la formación: obispos, sacerdotes, religiosos y laicos
Queridos hermanos, si no formamos ministros capaces de enardecer el corazón de
la gente, de caminar con ellos en la noche, de entrar en diálogo con sus
ilusiones y desilusiones, de recomponer su fragmentación, ¿qué podemos esperar
para el camino presente y futuro? No es cierto que Dios se haya apagado en
ellos. Aprendamos a mirar más profundo: no hay quien inflame su corazón, como a
los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 32). Por esto es importante promover y
cuidar una formación de calidad, que cree personas capaces de bajar en la noche
sin verse dominadas por la oscuridad y perderse; de escuchar la ilusión de
tantos, sin dejarse seducir; de acoger las desilusiones, sin desesperarse y caer
en la amargura; de tocar la desintegración del otro, sin dejarse diluir y
descomponerse en su propia identidad. Se necesita una solidez humana, cultural,
afectiva, espiritual y doctrinal.
Queridos hermanos en el episcopado, hay que tener el valor de una revisión
profunda de las estructuras de formación y preparación del clero y del laicado
de la Iglesia en Brasil. No es suficiente una vaga prioridad de formación, ni
los documentos o las reuniones. Hace falta la sabiduría práctica de establecer
estructuras duraderas de preparación en el ámbito local, regional, nacional, y
que sean el verdadero corazón para el episcopado, sin escatimar esfuerzos,
atenciones y acompañamiento. La situación actual exige una formación de calidad
a todos los niveles. Los obispos no pueden delegar este cometido. Ustedes no
pueden delegar esta tarea, sino asumirla como algo fundamental para el camino de
sus Iglesias. Colegialidad y solidaridad de la Conferencia Episcopal.
A la Iglesia en Brasil no le basta un líder nacional, necesita una red de
«testimonios» regionales que, hablando el mismo lenguaje, aseguren por doquier
no la unanimidad, sino la verdadera unidad en la riqueza de la diversidad. La
comunión es un lienzo que se debe tejer con paciencia y perseverancia, que va
gradualmente “juntando los puntos” para lograr una textura cada vez más amplia y
espesa. Una manta con pocas hebras de lana no calienta. Es importante recordar
Aparecida, el método de recoger la diversidad. No tanto diversidad de ideas para
elaborar un documento, sino variedad de experiencias de Dios para poner en
marcha una dinámica vital. Los discípulos de Emaús regresaron a Jerusalén
contando la experiencia que habían tenido en el encuentro con el Cristo
resucitado. Y allí se enteraron de las otras manifestaciones del Señor y de las
experiencias de sus hermanos.
La Conferencia Episcopal es precisamente un ámbito vital para posibilitar el
intercambio de testimonios sobre los encuentros con el Resucitado, en el norte,
en el sur, en el oeste… Se necesita, pues, una valorización creciente del
elemento local y regional. No es suficiente una burocracia central, sino que es
preciso hacer crecer la colegialidad y la solidaridad: será una verdadera
riqueza para todos. Estado permanente de misión y conversión pastoral Aparecida
habló de estado permanente de misión y de la necesidad de una conversión
pastoral. Son dos resultados importantes de aquella Asamblea para el conjunto de
la Iglesia de la zona, y el camino recorrido en Brasil en estos dos puntos es
significativo. Sobre la misión se ha de recordar que su urgencia proviene de su
motivación interna: la de transmitir un legado; y, sobre el método, es decisivo
recordar que un legado es como el testigo, la posta en la carrera de relevos: no
se lanza al aire y quien consigue agarrarlo, bien, y quien no, se queda sin él.
Para transmitir el legado hay que entregarlo personalmente, tocar a quien se le
quiere dar, transmitir este patrimonio. Sobre la conversión pastoral, quisiera
recordar que “pastoral” no es otra cosa que el ejercicio de la maternidad de la
Iglesia. La Iglesia da a luz, amamanta, hace crecer, corrige, alimenta, lleva de
la mano…
Se requiere, pues, una Iglesia capaz de redescubrir las entrañas maternas de la
misericordia. Sin la misericordia, poco se puede hacer hoy para insertarse en un
mundo de «heridos», que necesitan comprensión, perdón y amor. En la misión,
también en la continental, es muy importante reforzar la familia, que sigue
siendo la célula esencial para la sociedad y para la Iglesia; los jóvenes, que
son el rostro futuro de la Iglesia; las mujeres, que tienen un papel fundamental
en la transmisión de la fe. No reduzcamos el compromiso de las mujeres en la
Iglesia, sino que promovamos su participación activa en la comunidad eclesial.
Si pierde a las mujeres, la Iglesia se expone a la esterilidad. La tarea de la
Iglesia en la sociedad
En el ámbito social, sólo hay una cosa que la Iglesia pide con particular
claridad: la libertad de anunciar el Evangelio de modo integral, aun cuando esté
en contraste con el mundo, cuando vaya contracorriente, defendiendo el tesoro
del cual es solamente guardiana, y los valores de los que no dispone, pero que
ha recibido y a los cuales debe ser fiel. La Iglesia sostiene el derecho de
servir al hombre en su totalidad, diciéndole lo que Dios ha revelado sobre el
hombre y su realización. La Iglesia quiere hacer presente ese patrimonio
inmaterial sin el cual la sociedad se desmorona, las ciudades se verían
arrasadas por sus propios muros, barrancos, barreras. La Iglesia tiene el
derecho y el deber de mantener encendida la llama de la libertad y de la unidad
del hombre.
Las urgencias de Brasil son la educación, la salud, la paz social. La Iglesia
tiene una palabra que decir sobre estos temas, porque para responder
adecuadamente a estos desafíos no bastan soluciones meramente técnicas, sino que
hay que tener una visión subyacente del hombre, de su libertad, de su valor, de
su apertura a la trascendencia. Y ustedes, queridos hermanos, no tengan miedo de
ofrecer esta contribución de la Iglesia, que es por el bien de toda la sociedad.
La Amazonia como tornasol, banco de pruebas para la Iglesia y la sociedad
brasileña Hay un último punto al que quisiera referirme, y que considero
relevante para el camino actual y futuro, no solamente de la Iglesia en Brasil,
sino también de todo el conjunto social: la Amazonia.
La Iglesia no está en la Amazonia como quien tiene hechas las maletas para
marcharse después de haberla explotado todo lo que ha podido. La Iglesia está
presente en la Amazonia desde el principio con misioneros, congregaciones
religiosas, y todavía hoy está presente y es determinante para el futuro de la
zona. Pienso en la acogida que la Iglesia en la Amazonia ofrece también hoy a
los inmigrantes haitianos después del terrible terremoto que devastó su país.
Quisiera invitar a todos a reflexionar sobre lo que Aparecida dijo sobre la
Amazonia, y también el vigoroso llamamiento al respeto y la custodia de toda la
creación, que Dios ha confiado al hombre, no para explotarla salvajemente, sino
para que la convierta en un jardín. En el desafío pastoral que representa la
Amazonia, no puedo dejar de agradecer lo que la Iglesia en Brasil está haciendo:
la Comisión Episcopal para la Amazonia, creada en 1997, ha dado ya mucho fruto,
y muchas diócesis han respondido con prontitud y generosidad a la solicitud de
solidaridad, enviando misioneros laicos y sacerdotes. Doy gracias a monseñor
Jaime Chemelo, pionero en este trabajo, y al cardenal Hummes, actual presidente
de la Comisión. Pero quisiera añadir que la obra de la Iglesia ha de ser
ulteriormente incentivada y relanzada. Se necesitan instructores cualificados,
sobre todo profesores de teología, para consolidar los resultados alcanzados en
el campo de la formación de un clero autóctono, para tener también sacerdotes
adaptados a las condiciones locales y fortalecer, por decirlo así, el “rostro
amazónico” de la Iglesia.
Queridos hermanos, he tratado de ofrecer de una manera fraterna algunas
reflexiones y líneas de trabajo en una Iglesia como la que está en Brasil, que
es un gran mosaico de teselas, de imágenes, de formas, problemas y retos, pero
que precisamente por eso constituye una enorme riqueza. La Iglesia nunca es
uniformidad, sino diversidad que se armoniza en la unidad, y esto vale para toda
realidad eclesial.
Que la Virgen Inmaculada de Aparecida sea la estrella que ilumine el compromiso
de ustedes y su camino para llevar a Cristo, como ella ha hecho, a todo hombre y
a toda mujer de este inmenso país. Será él, como lo hizo con los dos discípulos
confusos y desilusionados de Emaús, quien haga arder el corazón y dé nueva y
segura esperanza.