Por Mons. José M.
Arancedo, Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz
Es fácil constatar que el joven vive hoy tensiones, por
momentos angustiante, entre el ideal que sueña y la realidad que no siempre lo
acompaña. Podríamos hacer una lista de valores que están presentes en él, pero
también existe esa otra lista de situaciones que lo empobrecen y desaniman. La
primera nos habla en términos de ideales del amor y de la vida, del bien y la
belleza, de la justicia, la fraternidad y el deseo de paz, con todo lo que ello
significa de proyectos personales, de deseos de compartir y de solidaridad.
Podríamos definir este camino como un horizonte de búsqueda que responde a sus
deseos de verdad, de realización, de trabajo y fraternidad. La otra lista, en
cambio, nos presenta un mundo que privilegia el éxito inmediato y a cualquier
precio, que postula una supremacía del tener sobre el ser, todo ello sobre la
base de un individualismo que no conoce límites, incluso frente al descuido y
abuso de la misma naturaleza. Es más, no repara, incluso, en el uso y la trata
de personas, utilizando sin escrúpulos el flagelo de la droga que avanza y que
cuenta, desgraciadamente, con la complicidad y el silencio de muchos. Esto nos
muestra la presencia de una juventud con horizontes de plenitud en medio de un
mundo mezquino y egoísta. ¡Cuántos jóvenes viven hoy en soledad aquellos ideales
de una vida y de un mundo nuevo! Creo que este encuentro de jóvenes de
todo el mundo, con las mismas propuestas y los mismos deseos se convierte, desde
la fe y el amor por la vida, en un momento de reflexión y de esperanza para toda
la humanidad. Celebramos un acontecimiento eclesial, pero también esta Jornada
Mundial es una palabra profética, dicha desde el Evangelio, para todos los
jóvenes del mundo.
Sabemos que una lectura en clave negativa de la realidad no es la última
palabra, ni tampoco que esta realidad empaña el sentido de plenitud que tienen
los jóvenes. Predicamos a Jesucristo, somos testigos de su Pascua, de su triunfo
sobre la muerte y el pecado. No nos sintamos clientes de un mundo que nos
empobrece con su cansancio y claudicaciones, sino constructores de una nueva
civilización. Nos sabemos hijos de un Dios que nos ha creado con amor a su
imagen y semejanza. Aquí radica la fortaleza de la esperanza que es la virtud
del que está en camino, de quien se siente peregrino y quiere ser protagonista
de grandes ideales. Esta esperanza la podemos ver en esa aspiración sincera a
vivir de la verdad, en el gusto por la belleza y en el compromiso con el bien.
Esta riqueza, queridos jóvenes, es un signo de la dignidad y espiritualidad del
hombre, que vive a la espera de un palabra y de un testimonio que le de razones
para seguir creyendo. Esto se nota, también, en ese deseo de cambio y de
búsqueda de una sociedad que responda a las legítimas y nobles aspiraciones de
la humanidad. La presencia de ustedes, aquí en Río de Janeiro, es el mejor
testimonio de una juventud que conoce y vive el presente con toda su realidad y
sus límites, pero que se atreve a mirar al futuro con la alegría y la esperanza
de que es posible soñar en un mundo nuevo.
Ahora bien, ¿dónde
vamos a encontrar la fuente de esta esperanza que nos permita construir un mundo
nuevo? ¡Qué triste es la imagen de un joven en busca de una palabra que de
sentido a su vida, en medio de un desierto sin respuestas! Algunos han dicho,
con cierto fatalismo, que es esta la condición del hombre en el mundo, ser una
pregunta sin respuesta. A lo sumo podrá llegar a vivir de utopías, pero no de
realidades. El hombre, en este esquema, sería como un absurdo. San Agustín hizo
de esta búsqueda de sentido y de plenitud del hombre, reconociendo su grandeza y
sus límites, un camino que lo llevó a encontrar esa fuente única de esperanza, y
que a partir de ese momento se convirtió en el centro de su vida: "Señor, decía,
me has hecho para ti y mi corazón estuvo inquieto hasta que no te encontró y
descansó en ti" (Conf. 1). El hombre tiene sed de Dios. Aquí llegamos, queridos
jóvenes, al núcleo de esa pregunta sobre el sentido de la vida que sólo tiene su
respuesta en Dios, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Dios no se desentiende
de esta pregunta del hombre, a quien lo ha creado con amor y lo ha dotado con el
don precioso de su libertad. El misterio del hombre, nos decía el Concilio
Vaticano II, sólo se esclarece a la luz del misterio del Verbo encarnado, es
decir, de Jesucristo, el nuevo Adán, quien manifiesta plenamente el hombre al
propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación (cfr. G. S. 22).
Cristo, al hacerse uno de nosotros, se hizo respuesta a esa búsqueda de sentido
del hombre.
Dios siempre ha
escuchado a su Pueblo, sobretodo en situaciones de dolor y angustia. Hoy nos
sigue escuchando. Esta escucha de Dios a la súplica del hombre ya la conocemos
desde el Antiguo Testamento (cfr. Ex. 3, 7-10), pero sabemos que esa historia
alcanzó su momento culmen y definitivo en su Hijo. Esta es la certeza de nuestra
fe: Dios, que es nuestro Padre, nos ama y nos ha enviado a su Hijo para que él
sea nuestro Camino, nuestra Verdad y nuestra Vida. Ya no caminamos solos.
Tampoco vamos detrás de una utopía irrealizable. Nuestra alegría, nos decía el
Papa Francisco: "nace de haber encontrado una persona, Jesús, que está entre
nosotros; nace del saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en los
momentos difíciles". Esta verdad de nuestra fe, en la presencia viva y actual de
Jesucristo, es la que sostiene nuestra esperanza. Por ello, concluía el Santo
Padre: "Por favor, no se dejen robar la esperanza, no se dejen robar la
esperanza. Esa que nos da Jesús". Cuando se quiebra la esperanza de un joven se
lo ha matado en vida. La mayor pobreza del hombre es, por ello, perder la
esperanza, porque se lo despoja de su riqueza y se lo convierte en un dócil
esclavo sin horizontes. Frente a esto no cabe la pasividad del fatalismo, sino
el grito y el júbilo de una esperanza que todo lo cambia y que da sentido a la
vida del hombre. Estamos hablando de Jesucristo. Esta sed de esperanza que es
innata en el hombre, es una auténtica sed de Dios que lo abre a la espera de un
encuentro con Jesucristo.
Quiero terminar esta
primera catequesis recordando la reflexión que nos hacía Benedicto XVI, al
convocarnos a esta Jornada Mundial de la Juventud: "La célebre estatua, decía,
del Cristo Redentor, que domina la hermosa ciudad de Río de Janeiro, es su
símbolo elocuente. Sus brazos abiertos son el signo de la acogida que el Señor
regala a cuantos acuden a él, y su corazón presenta el inmenso amor que tiene
por cada uno de vosotros. ¡Dejaos atraer por él! ¡Vivid esta experiencia del
encuentro con Cristo, junto a tantos otros jóvenes que se reunirán en Río para
el próximo encuentro mundial! Dejaos amar por él y seréis los testigos que el
mundo tanto necesita". Hoy comenzamos a vivir, queridos jóvenes, este llamado
del Señor para llegar a ser discípulos y misioneros de Jesucristo. Nuestro
corazón ya ha comenzado a palpitar el gozo de este encuentro. Que Nuestra Señora
de Aparecida nos ayude a descubrir el mensaje de su Hijo, Nuestro Señor
Jesucristo.
Mons. José María
Arancedo
Arzobispo de Santa Fe
de la Vera Cruz
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