Por Mons. José M. Arancedo, Arzobispo de Santa Fe de la Vera
Cruz
El cristianismo no es una filosofía más entre tantas, ni una corriente de espiritualidad o un código de conducta moral, sino el encuentro con una Persona que da sentido pleno y orienta nuestra vida. Tanto el estilo de vida como la espiritualidad cristiana parten de una relación personal con Jesucristo. Pocas frases han expresado esta verdad como aquella ya clásica que hemos escuchado del Santo Padre Benedicto XVI: "No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (Ap. 243). Lo que nos separa del mundo no es en primer lugar una moral sino una esperanza, que es nuestra fe en Jesucristo, como principio de una vida nueva. No se trata, como vemos, de aprender un código o conocer una técnica que nos enseña un camino que debemos seguir. Estamos ante una Persona que nos habla de un modo personal y que nos invita a seguirlo. Mejor aún, es él quien nos pide que le abramos nuestro corazón para caminar con nosotros. No nos marca un camino desde afuera, como alguien que nos enseña una conducta a seguir, él quiere hacer el camino de esta vida nueva con nosotros. El mismo es el camino.
El cristianismo no es una filosofía más entre tantas, ni una corriente de espiritualidad o un código de conducta moral, sino el encuentro con una Persona que da sentido pleno y orienta nuestra vida. Tanto el estilo de vida como la espiritualidad cristiana parten de una relación personal con Jesucristo. Pocas frases han expresado esta verdad como aquella ya clásica que hemos escuchado del Santo Padre Benedicto XVI: "No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (Ap. 243). Lo que nos separa del mundo no es en primer lugar una moral sino una esperanza, que es nuestra fe en Jesucristo, como principio de una vida nueva. No se trata, como vemos, de aprender un código o conocer una técnica que nos enseña un camino que debemos seguir. Estamos ante una Persona que nos habla de un modo personal y que nos invita a seguirlo. Mejor aún, es él quien nos pide que le abramos nuestro corazón para caminar con nosotros. No nos marca un camino desde afuera, como alguien que nos enseña una conducta a seguir, él quiere hacer el camino de esta vida nueva con nosotros. El mismo es el camino.
Ser cristianos es,
por ello, ser discípulo de Jesucristo en un sentido de profunda intimidad, de
comunión y de seguimiento. Ser cristiano no es un adjetivo más que califica mi
vida, sino una presencia nueva que todo lo transforma. San Pablo, les predicaba
la verdad de esta experiencia a los gálatas, diciéndoles: "ya no vivo yo, les
decía, sino que Cristo vive en mí" (Gal. 2, 20); también, cuando les presentaba
la vida cristiana los corintios no les hablaba de términos de un código, sino
del desafío de asumir una vida y transformar el mundo: "Todos es de ustedes, les
decía, (pienso en la vida, la familia, el amor, la política, la empresa, el
trabajo, el estudio, todo, y les recodaba) pero ustedes son de Cristo y Cristo
es de Dios" (1 Cor. 3, 23), es decir, hay modo de cristiano de vivir toda la
realidad de este mundo que es obra de Dios. San Juan, cuando nos presenta la
oración de Jesús por sus discípulos, le dice al Padre: "No te pido que los
saques del mundo" (Jn. 17, 15). Cristo, como vemos, no viene a sacarnos del
mundo, ni ocupar el lugar de nadie, viene a dar sentido a nuestras vidas e
iluminar el lugar de todos.
Ahora bien: ¿Dónde lo
encontramos hoy a Jesucristo para escuchar esta invitación a seguirlo? Esta
pregunta es esencial. Él siempre toma la iniciativa para llamarnos a ser sus
discípulos, como leemos en el Evangelio: "No son ustedes los que me han elegido,
sino yo quien los elegí y los envió para que den fruto" (Jn. 15, 16). Por ello,
les diría, que la respuesta en un sentido es fácil, es decir: tenemos que ir a
buscarlo dónde él ha querido quedarse para encontrarse hoy con nosotros. El
Documento de Aparecida es muy claro al hablarnos de los lugares de encuentro con
él. Entre ellos, nos dice, la Palabra de Dios es el primer lugar de encuentro
con Jesucristo. A esta Palabra nos la presenta en el marco de la Iglesia que él
mismo ha fundado, para dejarnos en ella su presencia, a través de su Palabra y
los Sacramentos. ¡La Iglesia es nuestra casa, ella es nuestra madre! El Señor
sigue hablándonos hoy, de un modo personal y único a cada uno de nosotros, por
su Palabra y nos invita a seguirlo. La Biblia, el Evangelio, no es un libro de
historia para conocer el pasado, o lo que el Señor dijo a aquellos primeros
discípulos; es una Palabra actual con la que él hoy me habla a mí y a cada uno
de ustedes. Es una palabra viva, que debemos leerla con un corazón abierto, esto
significa, con fe.
Si me permiten una
expresión les diría que hoy podemos "chatear" con Jesucristo a través de su
Palabra. Cuando leo el evangelio y comprendo que esa Palabra él me la dirige a
mí y, cuando le respondo, comienza un diálogo único y personal que se convierte
en una oración que sana, ilumina y da sentido a nuestra vida; este diálogo,
además, nos permite descubrirnos como parte de su mismo proyecto de vida. La
Palabra del Señor nos introduce en esa verdad profunda que es la base de nuestra
identidad, porque en ella nos habla de nuestra condición de hijos de Dios y
destinatarios de ese proyecto iniciado por él. El discípulo nace y va creciendo
en este encuentro con el Señor. Un discípulo es, nos decía, Benedicto XVI: "una
persona que se pone a la escucha de la palabra de Jesús (cfr. Lc. 10, 39), al
que reconoce como el buen Maestro que nos ha amado hasta dar la vida. Por ello,
se trata de que cada uno vosotros se deje plasmar cada día por la Palabra de
Dios; esta los hará amigos del Señor Jesucristo, capaces de incorporar a otros
jóvenes en esta amistad con él" (Mensaje, XVIII JMJ).
De un modo especial,
queridos jóvenes, los sacramentos son presencia y lugares de encuentro en los
que él ha querido quedarse para estar y caminar junto a nosotros. Los
sacramentos no son algo mágico sino acciones que Cristo ha dejado en la
Iglesia para encontrarse con nosotros. Son encuentros de fe. Él quiere hacer
camino con nosotros pero necesita de nuestra apertura, de nuestra libertad. El
Señor llama pero no obliga. Los sacramentos son signos visibles de su Vida que
nos ha dejado en la Iglesia. La Eucaristía, el pan del peregrino, nos dice
Aparecida: "es el lugar privilegiado del encuentro del discípulo con Jesucristo.
Con este sacramento, Jesús nos atrae hacia sí y nos hace entrar en su dinamismo
hacia Dios y hacia el prójimo" (Ap. 251). Es el sacramento por excelencia del
amor, que se hace adoración frente a Dios y caridad hacia nuestros hermanos. Es
participar en la vida y en el proyecto de Jesucristo. El seguir a Jesucristo es,
también, un llamado a la conversión que nace del encuentro con él y nos
introduce en un camino de santidad. Aquí cobra todo su significado el sacramento
de la reconciliación como un encuentro de gracia en la vida y el crecimiento del
discípulo. No tengamos temor a la exigencia y a la renuncia de la que nos habla
Jesús en el Evangelio, porque ella es expresión de su amor.
La renuncia en el
evangelio no es lo primero, lo primero es encontrar el tesoro, es decir,
encontrar a Jesucristo. Sólo se vende el campo después de haber encontrado el
tesoro. Tengamos en cuenta, por otra parte, que un amor verdadero siempre es un
amor exigente, porque busca el bien de la persona amada. Un amor que no exige
cuantas veces manosea, busca complicidad, tiene algo de demagógico. Es cierto,
también, que una exigencia que no parta del amor termina esclavizando. Cuántas
personas se sienten exigidas y no amadas. La exigencia de Jesucristo, en cambio,
parte de un amor personal por cada unos de nosotros. Él me habla de renuncia al
pecado y a todo aquello que se opone a mi dignidad de hombre, me habla de tomar
la cruz, de comprometerme y de ser generoso y solidario, de austeridad y de
servicio. La cruz de Cristo, nos decía el Papa Francisco, abrazada con amor,
nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados"
(Homilía del Domingo de Ramos). La renuncia, la muerte al pecado, es signo de la
Pascua, por eso conduce a esa alegría y felicidad que es anticipo de la gloria.
El Señor que los
llama a ser sus discípulos, queridos jóvenes, no les pide nada imposible. Él los
invita a un camino de vida para que lleguen a ser auténticos hombres y mujeres,
llamados a ser su presencia en este mundo como obra de su amor. Solo habrá un
mundo nuevo, cuando haya hombres nuevos: "Para esto he venido al mundo", nos
volvería a decir hoy el Señor, y para ello los necesito. Ser auténticos y
generosos discípulos del Señor es el comienzo de ese mundo nuevo, que necesita
nacer primero en el corazón de cada uno de ustedes. San Pablo lo expresa de una
manera muy clara y comprometedora: "Cristo en ustedes es la esperanza de la
gloria" (Col. 1, 27), es decir, él en ustedes se convierte en esa luz del Reino
de Dios que es el principio de esa Vida Nueva que él ha traído al mundo. Al
hablar de esta Vida Nueva, no podemos dejar de pensar en aquellos hermanos
nuestros que nos precedieron en la fe, y que por el testimonio de sus vidas hoy
en la Iglesia los reconocemos santos. Sabemos que ellos nos acompañan y nos
sostienen son su oración desde su presencia junto a Dios. El santo comenzó
siendo un discípulo del Señor. Que María Santísima, Nuestra Señora de Aparecida,
nos enseñe a ser discípulos de su Hijo Jesucristo.
Mons. José María Arancedo
Arzobispo de Santa Fe
de la Vera Cruz
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