Por Mons. José M. Arancedo, Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz
En
esta última catequesis no podríamos hablar de evangelización o de misión en la
vida de la Iglesia, si antes no hubiéramos hablado de ese encuentro con Cristo
que nos introdujo en el camino del discípulo. No hay misión fecunda en la
Iglesia que no parta de un discipulado, como tampoco hay un discipulado
auténtico que no se exprese en una vida de misión. Sólo la palabra que nace en
la intimidad del silencio del discípulo es una palabra fecunda. Esa profunda
alegría del encuentro con Jesucristo es lo que impulsa al discípulo a salir y a
compartir el gozo de esta experiencia. Este es el testimonio de san Pablo,
cuando dice: "Ay de mí si no predicara el Evangelio" (1 Cor. 9, 16), que lo vive
como expresión de su gozo y responsabilidad apostólica. Para descubrir el
significado de la misión debemos adentrarnos en esta intimidad de Dios que es
Amor. El origen de toda misión es el amor del Padre que envío a su Hijo al
mundo, y él junto con su Padre nos envío al Espíritu Santo como fruto se su
Pascua, para hacernos miembros vivos de su Iglesia. Hay una primacía de Dios que
nos llama, que nos comunica su gracia y nos envía al mundo. Sacar a la misión de
este contexto de amor y de salvación, es desconocer su origen y empobrecer su
sentido: "Si, Dios amó tanto al mundo, nos dice san Juan, que envió a su Hijo
único para que todo el que crea en él no muera, sino que tenga Vida eterna" (Jn.
3, 16). Descubrirnos en esta cadena de amor que tiene su origen en Dios y como
destinatario al mundo, es comprender y vivir el sentido de la misión de
Jesucristo. La evangelización es un acto de amor y de responsabilidad a la
misión recibida.
Queridos jóvenes, ustedes están llamados a ser apóstoles de esta presencia de
Jesucristo en el mundo de hoy. La Iglesia los necesita y espera, hay en ella un
lugar que les pertenece y desde el cual ustedes deben partir para predicar a
Jesucristo. Si no lo ocupan ese lugar va a quedar vacío. Lo debemos comenzar a
asumir desde nuestra pertenencia a la Iglesia en lo concreto de nuestras vidas y
relaciones y ser allí, en primer lugar, testigos de este mensaje de amor que
tiene su fuente en Dios y que se hizo camino en Jesucristo. Tenemos que estar
convencidos de la importancia y la centralidad de la verdad del evangelio para
nosotros y para la vida del hombre. El ser misionero no es una actividad más
entre otras, es una expresión madura de haber comprendido el Evangelio. Cuando
le predicamos a alguien a Jesucristo no le estamos predicando algo secundario,
sino lo más importante para su vida, aquello que lo que lo introduce en la
verdad profunda de lo que es. ¿Qué cosa más grande y más bella podemos dar sino
a Dios?, se preguntaba Benedicto XVI, y respondía: "Quien no da a Dios, da muy
poco". Por ello, quien da a Dios da todo. Es fácil hablar de la misión, no
siempre ser misionero. Deberíamos preguntarnos ante el Señor que me llama:
¿participo en la vida de Iglesia, en mi familia, en mi comunidad concreta con
este espíritu misionero?, o me conformo con ser alguien más que cumple con
algunos mandamientos y se llama cristiano.
Conocemos, además, la importancia y la cercanía del Señor con el dolor, con el
que sufre, con el marginado. Esta opción de Jesús no puede estar ajena en la
vida de un "discípulo-misionero" comprometido con su Evangelio. Por ello, nos
decía el Papa Francisco, debemos salir de nosotros mismos a las periferias del
mundo y de la existencia, para llevar a Jesús. El mayor peligro de un misionero
no siempre es perder la fe, sino quedar domesticado por un mundo que le hace
perder la sensibilidad frente a las necesidades materiales y espirituales de sus
hermanos. ¡Qué triste cuando un misionero se instala, cuando un misionero es
indiferente! Tal vez viva la seguridad de una fe que lo tranquiliza, pero que no
lo hace testigo vivo de lo que cree. Es como la sal que ha perdido su sabor,
para qué sirve. Queridos jóvenes, hay mucho dolor físico, moral y espiritual
cerca de nosotros, pensemos que son personas que viven a la espera de un buen
Samaritano que detenga su camino y los acompañe. La misión es un acto de amor.
La pobreza puede ser un tema ético o político, el pobre es un tema evangélico.
La Iglesia evangeliza a este hombre concreto promoviéndolo, y lo promueve
evangelizándolo. No hay dos caminos en la Iglesia, el de la promoción humana y
el de la evangelización, hay uno solo que es el de Jesucristo. Cuando Cristo,
con su palabra y su vida, deja de ser el centro y el paradigma de la vida y
misión en la Iglesia, adulteramos la verdad del evangelio. Desde esta
centralidad de Cristo podemos y debemos hablar de una opción preferencial por el
pobre, por el que sufre, sabiendo que es una página de la cristología, como
decía el Santo Padre. No lo olvidemos, Jesús tuvo sus preferidos, que ellos sean
también nuestros preferidos. Una Iglesia cerca de los pobre y al servicio de
ellos, no es una estrategia pastoral sino fidelidad al Evangelio.
Debemos vivir y sentir la urgencia de la misión como una pregunta que se dirige
a nosotros, a mí personalmente. Qué triste, decíamos, cuando se pierde el
entusiasmo por la misión, cuando nos instalamos y nos sentimos cómodos. Cuando
hemos dejado de escuchar la voz de tantas personas que buscan la luz de la
verdad, que claman por justicia y viven a la espera de una palabra que
sostenga su esperanza. San Pablo, sintiéndose angustiado y responsable por la
vida de fe de sus hermanos exclamaba: "¿cómo lo invocarán sin creer en él? ¿Y
cómo creer, sin haber oído hablar de él? ¿Y cómo oír hablar de él, si nadie lo
predica? ¿Y quienes predicarán, si no se los envía? El misionero no es un
francotirador que se autoproclama, sino un enviado. Es alguien que participa de
aquella misión que Jesucristo, el enviado del Padre, le ha dejado a la Iglesia y
continúa viva a través de la comunión en la sucesión apostólica. Queridos
jóvenes, no caminamos solos, necesitamos de la Iglesia como lugar de comunión,
de identidad y de envío. Este ha sido el proyecto de Jesucristo, que hoy Pedro,
Francisco, nos lo recuerda. Esta experiencia eclesial desde la cual vivimos
nuestra fe tiene que ir madurando en lo concreto de mi pertenencia a un grupo
parroquial, a un movimiento, institución o comunidad religiosa, que nos lleve a
vivir y a dar testimonio de la creatividad misionera de la Iglesia. No olvidemos
que para ser auténticos misioneros debemos estar fuertemente arraigados en
Cristo y vivir en la comunión de la Iglesia. Cristo, la Iglesia y el Mundo, es
el camino que Dios ha seguido y que el misionero debe vivir y recorrer. ¡Cuántas
veces la debilidad misionera de la Iglesia es, ante todo, una debilidad en su
vida de comunión! El Señor primero le ha pedido al Padre "que sean uno como,
nosotros somos uno", para luego manifestar el sentido eclesial y misionero de
esta comunión: "para que el mundo crea" (Jn. 17, 21).
Esta Jornada Mundial de la Juventud al realizarse en Brasil nos habla y nos
recuerda que aquí, en Aparecida, la Iglesia realizó su V° Conferencia General
del Episcopado de Latinoamérica y del Caribe, bajo el lema de ser: "Discípulos y
Misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en Él tengan vida" (Jn. 14,
16). Que esta fuerte experiencia eclesial que estamos viviendo sea un testimonio
de fe, una palabra de esperanza y un gesto de amor para toda la humanidad. Que
María Santísima, Nuestra Señora de Aparecida, nos acompañe en este envío
misionero que hoy la Iglesia nos hace para predicar a su Hijo, Nuestro Señor
Jesucristo.
Mons. José María Arancedo
Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz
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